miércoles, 26 de mayo de 2021

El Fanatismo: Un Peligro Latente en la Sociedad Peruana


El dogmatismo ideológico, según la definición de la Real Academia Española (RAE), es la “actitud de la persona que no admite que se discutan sus afirmaciones, opiniones o ideas”. En muchos casos, esta actitud se manifiesta de manera extrema, al punto de convertirse en lo que la RAE califica como un “dogmatismo ridículo”.

Por su parte, el sectarismo se entiende como una forma de intolerancia, discriminación u odio manifestado por determinados grupos sociales, políticos o religiosos, así como también entre facciones internas de un mismo colectivo o movimiento. El sectarismo se caracteriza por la defensa intransigente de una ideología o creencia, y representa una senda peligrosa que puede desembocar fácilmente en el fanatismo.


Tanto el dogmatismo como el sectarismo son características que pueden conducir a una persona a un estado de delirio. Cuando estas conductas se mantienen de manera perseverante y sin reflexión, con el tiempo pueden transformarse en fanatismo. Este se entiende como “la búsqueda o defensa de algo de manera extrema y apasionada, más allá de lo normal”. El fanatismo —ya sea político, religioso, deportivo u otro— se caracteriza por una fe ciega, la persecución de quienes disienten y una desconexión con la realidad” (definición del psicólogo holandés Tõnu Lehtisaar).

En casos extremos, los fanáticos pueden llegar a agredir o incluso acabar con la vida de quienes se oponen a sus ideas o los contradicen, e incluso pueden llegar a matar a su propio ídolo, aquel que creó las ideas que ellos exaltan (“los sabios crean las ideas y los fanáticos las ejecutan”, dice un dicho popular). El fanatismo es un fenómeno complejo que depende de diversos factores, como la herencia genética y el contexto social. Los comportamientos fanáticos varían en cada persona y según la situación en la que se encuentren. Además, estos comportamientos pueden estar asociados a trastornos de personalidad, especialmente a la psicopatía.

El Perú no es ajeno al fenómeno del fanatismo; a lo largo de su historia, personajes díscolos y pervertidos, con sus acciones, han enlutado a nuestro país. Además, hemos sido testigos de la actuación de grupos extremistas en coyunturas electorales, un fenómeno que se ha vuelto cada vez más frecuente. En estos momentos, se evidencian sus actos espeluznantes y conductas delirantes, diseñadas para hacerse notar y dar a conocer su existencia trastornada, principalmente con fines políticos.

Un caso que llamó mucho mi atención fueron los sucesos de la Rebelión de los Hermanos Gutiérrez, en 1872. Otro hecho relevante fue la creación del Partido Unión Revolucionaria, fundado por Luis Miguel Sánchez Cerro en 1931, un partido de tendencia fascista.

Los fanáticos son personas o grupos políticos sin escrúpulos, movidos por pasiones siniestras que los hacen insensibles al dolor ajeno con tal de alcanzar sus objetivos malvados, incluso a sangre y fuego. Pueden provocar muertes en serie, atentados en cadena, homicidios y genocidios, impulsados por una pasión frenética desmedida. Son capaces de exterminar pueblos enteros para cumplir con sus desquiciados fines, bajo la lógica de que “el fin justifica los medios”.

Este fenómeno se intensificó en el Perú durante los años 80, cuando Sendero Luminoso declaró la guerra al país, causando más de 70,000 muertes. Hoy en día, el fanatismo reaparece con fuerza en cada proceso electoral presidencial. Ejemplos recientes incluyen el atentado contra el Banco de la Nación y las atroces muertes de policías, militares y civiles en el VRAEM, entre otros hechos lamentables.

En el fondo, esta realidad está arraigada en los problemas estructurales del país y en el deterioro de la salud mental de la población, un tema que no se aborda como una política de Estado, indispensable para lograr una convivencia social adecuada entre peruanos.

En la actual coyuntura electoral, es evidente la acción “activa” de los fanáticos políticos. Sus características más destacadas son: se creen dueños absolutos de la verdad y no admiten cuestionamientos; no son razonables y se alteran con facilidad; son obsesivos y autoritarios; se encierran en sus propias ideas. Algunos son altamente radicales o extremistas. Además, no escuchan opiniones diferentes a las suyas y, para sentirse bien, suelen rodearse únicamente de personas fanáticas como ellos. Son discriminadores e intolerantes frente a quienes piensan distinto. Estas son sus principales características.

Frente a esta realidad “fanatoide”, se ha sumado hoy en día una sistemática dictadura mediática, que ejerce un enfermizo control de las masas a través de medios monopólicos intolerantes, con el objetivo de satisfacer sus fines electoreros. Actualmente, proliferan líderes de opinión política extremadamente interesados y desconectados de la realidad, que generan miedo, zozobra y psicosis colectiva en favor de sus propios intereses.

Los personajes frívolos de la telebasura peruana se han convertido en salvadores dogmáticos sin causa, movidos por la búsqueda frenética de rating y poder. No sería extraño que, pronto, se transformen en líderes de opinión con comportamientos lunáticos, subordinados a sus patrones mediáticos y aliados con grupos de poder. La manipulación y el control total de la mente avanzan vertiginosamente y sin tregua; quizás sin obtener los resultados esperados para estos grupos, pero acercándose a un precipicio que podría

En la actualidad, resulta evidente —sobre todo en la radio y televisión peruana— cómo ciertos líderes de opinión mediática manifiestan con ira y furia sus emociones frente al pueblo de a pie. Se percibe en sus discursos el desprecio hacia los sufrimientos, la rabia y las frustraciones de las mayorías, mientras defienden con uñas y dientes un modelo económico que, en las últimas tres décadas, ha beneficiado a un puñado de familias —según la revista Forbes (2021), apenas ocho—, convirtiéndolas en multimillonarias, al tiempo que ha sumido a más de diez millones de peruanos en la pobreza, la miseria y la exclusión social.

A ese mismo pueblo que exige cambios estructurales se le responde con insultos. A quienes disienten del modelo neoliberal vigente se les tilda de “chavistas”, “comunistas” o incluso “terroristas”, términos usados indiscriminadamente para deslegitimar cualquier oposición. Algunos de estos opinólogos muestran comportamientos que podrían asemejarse a rasgos esquizoafectivos, al combinar exaltaciones emocionales con una profunda desconexión de la realidad social del país.

La paradoja es dolorosa: después de 200 años de vida republicana, seguimos sin consolidarnos como un país viable. La pandemia del COVID-19 reveló crudamente nuestras debilidades estructurales: un sistema de salud colapsado, una economía mayoritariamente informal, un modelo educativo obsoleto, una seguridad pública ineficiente y un Estado corroído por la corrupción. El resultado fue trágico: más de 170 mil peruanos muertos, mientras en países como Singapur, Vietnam o Nueva Zelanda —con gestiones efectivas— se reportaron apenas unas decenas de fallecidos (datos de mayo de 2021).

Estos contrastes evidencian que no basta con el crecimiento económico si no va acompañado de políticas públicas inclusivas, instituciones sólidas y una ciudadanía verdaderamente representada. Hasta entonces, seguiremos atrapados en un sistema que perpetúa la desigualdad y la frustración colectiva.

Es innegable que en nuestro país existen fanáticos tanto de la extrema derecha como de la extrema izquierda. Aunque en apariencia se presentan como polos opuestos, en muchas ocasiones coinciden en sus métodos extremos, sus acciones destructivas y su desprecio por el bien común. Paradójicamente, se asemejan en su intolerancia, violencia y voluntad de imponer sus ideas a sangre y fuego. Son, como se dice con amargura, “primos ideológicos” que operan en paralelo, lanzando ataques al corazón del país desde trincheras opuestas pero con objetivos igualmente nocivos. Triste realidad para el Perú.

Una de las causas más profundas de este fenómeno es la ausencia de organizaciones políticas verdaderamente institucionalizadas y modernas, que respondan a los desafíos del mundo contemporáneo. En lugar de partidos sólidos, doctrinarios y democráticos, el Perú cuenta con maquinarias electorales improvisadas, personalistas, efímeras y desconectadas del desarrollo científico, tecnológico y del progreso humano que marcan la pauta en las democracias avanzadas.

En los países con sistemas políticos maduros, las ideologías y doctrinas sobreviven más allá de sus líderes. Las ideas permanecen, los individuos pasan. Aquí, ocurre lo contrario: no hay estructuras firmes que regulen la vida democrática ni filtros éticos que impidan el acceso al poder a personas sin escrúpulos, fanáticos, aventureros y redes de corrupción organizadas que, bajo el disfraz de partidos políticos, solo buscan enriquecerse a costa del pueblo.

La falta de institucionalidad permite que personajes con vocación autoritaria, discursos extremistas y prácticas clientelistas accedan al poder sin control ni rendición de cuentas. Son verdaderas bandas organizadas que actúan bajo el amparo de la impunidad, repartiéndose el Estado como un botín. Así, mientras millones de peruanos enfrentan pobreza, exclusión y desprotección, una élite política y económica continúa concentrando poder y riqueza, sin ofrecer al país una visión coherente de futuro.

El poder como botín: corrupción estructural y crisis de representación en el Perú

En la realidad política peruana, las bandas de delincuentes que se disfrazan de políticos han logrado mantenerse con éxito. Esta no es una situación nueva, sino un fenómeno estructural que se remonta a los inicios de la República, y que se ha profundizado en las últimas décadas. Las organizaciones políticas en el Perú, lejos de ser instrumentos de desarrollo y representación ciudadana, han servido como herramientas de saqueo y manipulación, perpetuando un modelo de atraso económico y subdesarrollo social.

Este modelo tiene raíces en una estructura feudal, una herencia colonial que aún pesa sobre la institucionalidad del país. La naturaleza arcaica de nuestra política, al servicio de los intereses de una oligarquía nacional y regional, ha impedido la consolidación de una democracia auténtica. Nuestros llamados "representantes" han sido históricamente fieles servidores de esa casta privilegiada, más interesados en mantener el statu quo que en promover un desarrollo inclusivo.

Durante el siglo XX y lo que va del XXI, esta dinámica se ha intensificado. Las crisis de gobernabilidad, el desgaste de las clases políticas tradicionales, la decadencia institucional y la corrupción generalizada han facilitado la aparición de caudillos demagógicos, populistas oportunistas y auténticas bandas organizadas que han hecho del Estado su negocio particular. Como describe Alfonso Quiroz en su obra Historia de la corrupción en el Perú (2013), este fenómeno no es accidental: es parte integral de un sistema político hecho a la medida del saqueo.

El objetivo de estos actores no es gobernar con visión de país, sino empacharse con los recursos del Estado, acumular poder, y perpetuar un modelo que excluye sistemáticamente a millones de peruanos. Para ellos, la marginalidad, la pobreza y la miseria son condiciones funcionales que les permiten manipular con promesas vacías, clientelismo y miedo. Mientras tanto, las demandas por salud, educación, trabajo digno o justicia social siguen postergadas.

Pero este panorama, por sombrío que parezca, también puede ser un punto de inflexión. A pesar de nuestras diferencias ideológicas, es urgente abrir un debate nacional serio, plural y democrático que permita la construcción de nuevas estructuras políticas. Necesitamos organizaciones sólidas, modernas y comprometidas con el país; no más maquinarias electoreras que se activan solo en campañas para luego desaparecer o servir como refugio de intereses oscuros.

Hoy, más que nunca, se requiere elegir con responsabilidad. El periodo presidencial 2021-2026 es una oportunidad histórica para romper con la inercia del saqueo. Es tiempo de que los corruptos, los oportunistas y las “ratas del poder” ocupen el lugar que merecen: la cárcel. Porque la prisión, y no el Congreso ni Palacio de Gobierno, es el único espacio legítimo para quienes traicionan al pueblo y saquean a la Nación.

 Bach. ALFREDO CHAVEZ OLIVERA

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