sábado, 22 de agosto de 2009

La violencia juvenil en las escuelas: reflejo de una crisis social más profunda.

Por Alfredo Chávez Olivera

En 1999, la revista Chasqui (hoy ComunicAcción) detectó que en un 32.5 % de las instituciones educativas públicas de nivel secundario del distrito de Comas interactuaban, de forma encubierta, integrantes y simpatizantes de pandillas y barras bravas. Esta cifra aumentó al 57 % en 2004 y alcanzó el 80 % en 2008. Esta preocupante realidad se ha replicado también en otras instituciones educativas de Lima Metropolitana y de importantes ciudades del país como Chiclayo, Trujillo, Chimbote, Ayacucho y Huancayo.

Ese mismo año, ComunicAcción registró que más del 80 % de las fachadas de las escuelas del distrito se habían convertido en medios arbitrarios de expresión y propaganda de estas agrupaciones en situación de exclusión social. Hoy es común observar grafitis con los nombres de estas pandillas, símbolos, figuras, y mensajes que marcan territorio, pertenencia e identidad grupal. Un joven miembro de la agrupación “Los Norteños” expresó de forma contundente: “Las paredes son las pizarras de la calle. Por tanto, hay que buscar un lugar estratégico para marcar nuestros símbolos y hacer respetar nuestro territorio.”

Lo más alarmante es que el mobiliario escolar también ha sido transformado en un vehículo de expresión para muchos adolescentes. En pupitres, carpetas, sillas, mesas y paredes de los baños escolares se hallan micrografitis cargados de violencia simbólica, que parecen canalizar emociones reprimidas, violencia intrafamiliar y frustraciones personales. Se trata de una verdadera catarsis colectiva y anónima, una forma desesperada de encontrar su identidad en medio de una existencia marcada por la inestabilidad.

Entre las inscripciones más frecuentes se encuentran:

  • Nombres amenazantes, como: “Sepultura”, “Satánicos”, “Apocalipsis”, “Sicarios”, “Verdugos”, “Pistacos”.

  • Nombres delictivos o burlones, como: “Aventureros”, “Corruptos”, “Fugitivos”, “Foranchos”, “Mercenarios”, “Canallas”.

  • Nombres alienantes, como: “For Five”, “Strongers”, “Streiker”, “Cadillacs”, “Hooligans”, “Mickys”.

  • Nombres amigables o lúdicos, como: “Choches”, “Chéveres”, “Latinos”, “Barrio Fino”, “Batería C”, “Dioses”.

  • Nombres de barrios, como: “El Parral”, “La Merced”, “Villa Clorinda”, “Santa Rosa”, “San Carlos”, “La Ochenta”.

Este universo simbólico, que refleja niveles preocupantes de violencia, sigue creciendo sin que el Estado ni el sistema educativo implementen políticas efectivas para su prevención.

Por otro lado, según estadísticas del Centro de Emergencia Mujer (CEM), en el año 2008 se atendieron 45,144 casos de violencia física, psicológica y sexual a nivel nacional, lo que equivale a 171 casos diarios. Solo el CEM-Comas registró 897 casos ese mismo año (2.4 diarios), representando el 1.9 % del total nacional. Esto evidencia que la violencia está profundamente enraizada en los núcleos familiares del país, fenómeno que se refleja y reproduce también en las escuelas.

Como bien afirma el investigador chileno Eusebio Nájera Martínez (2004):
“La escuela es un espejo y un amplificador de la realidad social de nuestra vida cotidiana.”
Y añade:
“La violencia se va legitimando en las relaciones sociales, estableciendo nuevos modos de enfrentar los conflictos de convivencia a nivel nacional, comunitario, familiar e interpersonal.”
También sostiene que “las organizaciones tribales y las prácticas de pandillaje no son exclusivas de los jóvenes, sino que reflejan las formas en que la sociedad organiza su vida económica y productiva.”

En la misma línea, Corsi y Peyrú (2003) afirman:
“La violencia y la criminalidad son los efectos más visibles de una crianza basada en la carencia, el descuido de los menores y la inseguridad en la transmisión de valores adecuados para una convivencia civilizada.”

Desde esta perspectiva, considero que la violencia juvenil en las escuelas está estrechamente vinculada a las condiciones sociales, familiares y económicas. Es, en definitiva, el reflejo de relaciones familiares deterioradas y de un sistema educativo que ha quedado obsoleto frente a las nuevas realidades.

En base a nuestras intervenciones comunitarias, hemos identificado que el origen de las pandillas en nuestro medio se distribuye de la siguiente manera:

  • 70 % surge por rivalidades entre pandillas de barrio.

  • 20 % se debe a enfrentamientos entre barras bravas.

  • 10 % proviene de rivalidades entre “manchas escolares”, afectando directamente a las principales instituciones educativas.

Estas cifras varían de acuerdo con la coyuntura social, el calendario del fútbol profesional y los ciclos del año escolar.

En estos tiempos de inseguridad y pérdida de valores, la violencia juvenil debe ocupar un lugar prioritario en la agenda nacional. Este fenómeno revela no solo la crisis de la familia peruana y su vulnerabilidad, sino también las deficiencias estructurales de nuestro sistema educativo, caracterizado por enfoques autoritarios, antidemocráticos y excluyentes. Las metodologías de enseñanza actuales están desfasadas, las estructuras curriculares son impuestas y poco contextualizadas, y muchas de las infraestructuras escolares fueron concebidas con lógicas represivas más que pedagógicas.

Frente a esta realidad, comparto plenamente la opinión de Eusebio Nájera cuando señala que “la nueva sociedad del conocimiento requiere de inteligencia social para su reproducción, y que educar ciudadanos del siglo XXI es una tarea impostergable.” Es nuestra responsabilidad construir, desde hoy, una educación democrática y transformadora, base fundamental para el desarrollo del país.

Finalmente, en cuanto a las salidas posibles frente a la violencia escolar, el propio Nájera propone una estrategia basada en prevención y mediación. La primera, fortaleciendo familias responsables y comunidades saludables. La segunda, desarrollando competencias personales e interpersonales para una convivencia democrática. Esta es, sin duda, una tarea colectiva e impostergable que debemos asumir como sociedad si queremos mejorar la calidad de vida y la convivencia en el Perú.


Referencias:

  • Corsi, Jorge y Peyrú, Graciela. Violencias Sociales. Editorial Ariel, Santa Fe, Argentina, 2003.

  • Nájera, Eusebio. Violencia Escolar. Una Lectura Pedagógica. Editorial PIIE, Viña del Mar – Chile, 2004.

  • Chávez Olivera, Alfredo / Erazo Tamayo, Walter. Pandillas. Una Salida desde sus Voces. Fondo Editorial Comas, 2000.

  • Estadísticas del Programa Nacional contra la Violencia Familiar y Sexual – MIMDES / PNP, 2008.

  • Registro estadístico de estudios de campo sobre violencia juvenil en Comas. ComunicAcción para el Desarrollo Local, 1999, 2004 y 2008.

jueves, 6 de agosto de 2009

"PANDILLAS", PATRONES DE CONDUCTA PELIGROSO PARA LOS NIÑOS DEL PERÚ

La influencia de las maras en la niñez y juventud vulnerable del Perú: una amenaza silenciosa

Por Alfredo Chávez Olivera

En este nuevo milenio, la creciente internacionalización de las maras —como la Mara Salvatrucha (MS-13) y la Mara 18— representa una amenaza real. Estas agrupaciones nacieron en los años 80 en Los Ángeles (EE. UU.), fundadas por migrantes salvadoreños, y hoy se encuentran diseminadas por toda Centroamérica, incluyendo México. Su influencia ha traspasado fronteras y viene calando hondamente en los patrones de conducta y estilos de vida de niños, adolescentes y jóvenes en situación de riesgo y exclusión social, especialmente en zonas urbano-marginales de Lima Norte y otras regiones del país.

Desde hace más de una década, en distritos como Comas, ya se observaba la presencia de niños de apenas 11 años integrando pandillas. Hoy, este fenómeno se ha agravado. En los últimos dos años, hemos detectado casos de niños de siete, ocho y nueve años que imitan patrones conductuales propios de las maras centroamericanas: saludos, símbolos, vestimenta y otros códigos. Esta asimilación precoz de conductas asociadas a la criminalidad plantea una urgente preocupación.

¿Por qué estos patrones se adoptan tan fácilmente en niños de sectores socioeconómicos bajos?
El sociólogo Carlos Castillo Ríos, en su obra Los Niños del Perú (1975), identificó claramente la diferenciación de la infancia según las clases sociales: niños burgueses, proletarios y campesinos, cada uno con sus propios estilos de vida, valores y métodos de crianza. No obstante, esta realidad ha cambiado drásticamente con la implementación de la economía de mercado y la globalización, que han agudizado las brechas socioeconómicas.En este nuevo milenio, la creciente internacionalización de las maras —como la Mara Salvatrucha (MS-13) y la Mara 18— representa una amenaza real. Estas agrupaciones nacieron en los años 80 en Los Ángeles (EE. UU.), fundadas por migrantes salvadoreños, y hoy se encuentran diseminadas por toda Centroamérica, incluyendo México. Su influencia ha traspasado fronteras y viene calando hondamente en los patrones de conducta y estilos de vida de niños, adolescentes y jóvenes en situación de riesgo y exclusión social, especialmente en zonas urbano-marginales de Lima Norte y otras regiones del país.

Desde hace más de una década, en distritos como Comas, ya se observaba la presencia de niños de apenas 11 años integrando pandillas. Hoy, este fenómeno se ha agravado. En los últimos dos años, hemos detectado casos de niños de siete, ocho y nueve años que imitan patrones conductuales propios de las maras centroamericanas: saludos, símbolos, vestimenta y otros códigos. Esta asimilación precoz de conductas asociadas a la criminalidad plantea una urgente preocupación.

¿Por qué estos patrones se adoptan tan fácilmente en niños de sectores socioeconómicos bajos?
El sociólogo Carlos Castillo Ríos, en su obra Los Niños del Perú (1975), identificó claramente la diferenciación de la infancia según las clases sociales: niños burgueses, proletarios y campesinos, cada uno con sus propios estilos de vida, valores y métodos de crianza. No obstante, esta realidad ha cambiado drásticamente con la implementación de la economía de mercado y la globalización, que han agudizado las brechas socioeconómicas.

Hoy se aplican metodologías más complejas para evaluar la pobreza y la exclusión. Entre ellas, el enfoque de Necesidades Básicas Insatisfechas (NBI) —recomendado por la CEPAL desde los años 90— ha permitido construir una caracterización más precisa de los hogares, clasificados en los estratos A, B, C, D y E. Esta herramienta permite identificar de forma objetiva las privaciones en sectores excluidos: viviendas precarias, servicios sanitarios deficientes, acceso limitado a la educación y bajos ingresos.

Las poblaciones de los sectores D y E son especialmente vulnerables a la adopción de patrones de conducta negativos. Las condiciones de pobreza extrema, inseguridad y descomposición familiar dificultan la formación de valores y habilidades sociales en los hogares. Muchos padres carecen de herramientas para orientar a sus hijos, quienes entonces recurren a la calle como principal espacio de socialización. Es allí donde imitan y reproducen comportamientos antisociales, en parte porque los referentes positivos son escasos.

Es importante enfatizar que no todos los niños de estos sectores están condenados a un destino negativo. A pesar de las adversidades, muchos desarrollan resiliencia: la capacidad de adaptarse, resistir y superar entornos hostiles. Son jóvenes valientes que, con esfuerzo y apoyo, logran convertirse en personas íntegras y productivas para su comunidad.

Sin embargo, no podemos ignorar que la pobreza y las condiciones infrahumanas son caldo de cultivo para fenómenos como el pandillaje, la delincuencia, la drogadicción y la prostitución. Estos males sociales requieren intervenciones urgentes e integrales. De lo contrario, la influencia de las maras puede consolidarse como modelo de vida para miles de niños peruanos.

Casos como los ocurridos en los barrios marginales de Trujillo, donde pandillas comenzaron a cobrar “peajes” a transportistas y controlar la venta de drogas y prostitución, o los recientes enfrentamientos entre pandillas en el Callao por el control de territorios, son señales de alerta que no podemos ignorar.

A pesar de que las pandillas locales aún pueden considerarse en una etapa incipiente frente a las maras internacionales, la diferencia no debe llevarnos al conformismo. Las maras son organizaciones criminales complejas y altamente estructuradas, con presencia territorial, sistemas de comunicación interna, jerarquías estrictas y control absoluto de zonas urbano-marginales (como ocurre en los guetos de El Salvador).

Además de la MS-13 y la Mara 18, existen otras agrupaciones como los Ñetas y los Latin Kings, surgidas también en EE. UU. Estas organizaciones, ahora presentes en Europa (especialmente en España), han consolidado estructuras más formales, con estatutos, símbolos, códigos y canales de difusión global a través de internet, redes sociales, YouTube, blogs, e incluso, eventualmente, radio o televisión digital.

Frente a esta compleja y peligrosa realidad, ¿qué debemos hacer?
No podemos permanecer indiferentes mientras estas agrupaciones ganan terreno entre los sectores más vulnerables del país. Desde mi perspectiva, propongo las siguientes medidas urgentes:

  1. Implementar políticas públicas integrales de juventud, centradas en la prevención del riesgo social.

  2. Crear un ente estatal especializado que centralice programas, proyectos y acciones dirigidas a adolescentes y jóvenes, para evitar duplicidades y burocracia ineficiente.

  3. Fortalecer el núcleo familiar, en especial en sectores en situación de pobreza y extrema pobreza, promoviendo su estabilidad y funciones formativas.

  4. Ampliar la cobertura y calidad educativa para los sectores D y E, como herramienta esencial para mejorar sus condiciones de vida.

  5. Reducir progresivamente la pobreza, abordando sus dimensiones materiales, físicas y psicológicas que facilitan la reproducción del pandillaje.

  6. Garantizar igualdad de oportunidades en educación, empleo y salud pública para los jóvenes marginados.

  7. Incluir otras acciones que autoridades, sociedad civil y ciudadanía consideren oportunas para prevenir, reorientar y neutralizar los efectos del pandillaje juvenil.