miércoles, 8 de julio de 2009

"ABENCIAMANIA" Y EXCLUSIÓN SOCIAL EN LA ERA DEL CONOCIMIENTO


Por Alfredo Chávez Olivera

En estos últimos días de julio, el país entero ha quedado paralizado ante el asesinato de la cantante folklórica Alicia Delgado. La magnitud de la cobertura mediática nacional solo puede compararse con el homicidio del empresario Luis Banchero Rossi, ocurrido en los años 70, o con el suicidio de la animadora Mónica Santa María, del recordado programa de televisión Nubeluz, en los años 90.

Este trágico suceso constituye un caso sui géneris para la prensa nacional y para la opinión pública peruana. Requiere, por tanto, un análisis exhaustivo que permita una mejor comprensión del fenómeno social y mediático que hoy nos mantiene absortos, pasmados y, en muchos casos, distraídos. Es un acontecimiento teñido de sangre, morbo y una suerte de placer masoquista colectivo, bautizado mediáticamente como la “Abenciamanía”.

Este caso es especialmente rico y complejo para su estudio desde diversas disciplinas: la antropología, la sociología, la psicología y el derecho, entre otras. Por mi parte, iniciaré un análisis preliminar basado en algunas percepciones y experiencias personales, con un enfoque centrado principalmente en la psicología social.

Desde sus orígenes, el papel de los medios masivos en el Perú —radio, televisión, prensa escrita y hasta el teatro— se limitaba a retratar las costumbres y estilos de vida de los sectores altos de la sociedad. Hasta los años 70, los contenidos relacionados con protestas populares, páginas policiales o el fútbol estaban asociados a los sectores pobres y excluidos, quienes eran sistemáticamente representados como “los malos de la película”. Así, en el cine y la televisión, los personajes secundarios o domésticos solían estar reservados para los “cholos”, mestizos y afrodescendientes. Paradójico, considerando que estos grupos constituyen, respectivamente, el 45 % y el 37 % de nuestra población: mayorías nacionales en un país plurinacional y multicultural.

Hoy esa realidad ha cambiado profundamente. Los sectores emergentes —capas medias-bajas, provincianos y migrantes— han tomado protagonismo. Sus estilos de vida, costumbres, tradiciones, éxitos empresariales, gastronomía y música se han puesto de moda. Las primeras planas, incluida la prensa digital, ahora dirigen su atención a estos nuevos protagonistas. Sin embargo, sus logros y fracasos son frecuentemente explotados por los grandes medios de comunicación no por un auténtico compromiso con la igualdad de oportunidades, sino porque la cultura de los sectores históricamente excluidos ha sido convertida en mercancía, en productos para el mercado. Cosificados, se ofrecen al mejor postor, sin importar el costo humano. El morbo, la sangre y el escándalo han desplazado a valores fundamentales como el respeto, la solidaridad, la compasión y el amor al prójimo. Así, la lógica del libre mercado ha invadido incluso el alma de nuestra cultura.

Nuestra burguesía y aristocracia nacional han vivido históricamente de espaldas al país real. Solo despertaron, brevemente, cuando miles de personas acompañaron entre lágrimas y cantos el féretro de Flor Pucarina en los años 70. Años después, en los 90, ocurrió otro impacto social con la muerte de Lorenzo Palacios Quispe, “Chacalón”, ícono de los sectores populares. Y más recientemente, el trágico accidente del grupo Néctar consolidó la cumbia peruana como el ritmo de masas emergentes. Estos momentos han simbolizado el ascenso de una nueva identidad popular, largamente marginada desde la colonia hasta la república, hoy en proceso de revaloración y recuperación.

A la par, la deshumanización contemporánea se ha acentuado. Las escasas oportunidades y la competencia desleal empujan a muchos a la exclusión, a la marginalidad y a una vida marcada por la alienación social, el arribismo y la psicopatía, consecuencias inevitables del modelo civilizatorio actual que llamamos globalización.

Para vivir con dignidad y tener éxito en este sistema, los individuos deben realizar esfuerzos descomunales, asumir conductas muchas veces inhumanas y perder el sentido de la solidaridad. Estas son las reglas del juego de la modernidad: un sinuoso camino de sacrificios, donde solo unos pocos coronan sus aspiraciones personales, a costa del resto. En este universo competitivo y unipolar, hasta tu propia sangre puede convertirse en tu enemigo. La “ley del más fuerte”, la astucia y la estrategia maquiavélica se imponen como forma de supervivencia.

No entraré a discutir si Alicia Delgado y la presunta autora intelectual de su asesinato, Abencia Meza, fueron o no buenas intérpretes de la música vernacular. Si su aporte fue genuino o solo se beneficiaron del arte popular, hoy en auge. Pero lo que sí puedo afirmar con seguridad es que ambas se convirtieron en símbolos de los peruanos marginados, en espejos de sus vidas, triunfos y fracasos. Para muchos, representaron una válvula de escape frente a una dolorosa realidad social. Hoy, lamentablemente, son manipuladas tanto por los medios como por el propio Estado.

¡Descansa en paz, Alicia Delgado! Tal vez algún día, quienes hoy lloran tu partida encontrarán caminos más justos para revalorar nuestro folklore frente al avance depredador de la globalización. Quizás, entonces, promuevan de forma responsable la práctica activa de la música del pueblo, enmarcada en políticas culturales locales y regionales, respetando nuestra identidad y diversidad. También, respetando tu opción sexual, que ingenuamente decidiste ocultar.

¡Descansa en paz, para gozo y gloria de los miles de excluidos!

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