domingo, 19 de julio de 2009

UN JUSTO RECONOCIMIENTO SOCIAL MERECE “JUSTO ARIZAPANA” DE PARTE DEL ESTADO Y EL PUEBLO PERUANO

Justo Arizapana Vicente: El héroe anónimo del caso Cantuta que el Perú ha olvidado
Por Alfredo Chávez Olivera

Hace cuatro meses conocí a Justo Arizapana Vicente en uno de los talleres productivos implementados por la Asociación Española Ahoniken, con el apoyo del programa “Mi Jato”, dirigido a adolescentes y jóvenes en situación de riesgo y exclusión social (pandillas) en el distrito de Comas. Al conocer su historia, me conmoví profundamente, lo cual me motivó a escribir este artículo con el propósito de exhortar al Estado peruano, sensibilizar a las autoridades y dar a conocer a la opinión pública las penurias que enfrenta este personaje olvidado e incomprendido por nuestra sociedad: un héroe anónimo de la democracia y defensor de los derechos humanos en el Perú.

El caso de Justo Arizapana es tan peculiar como inaudito. Su nombre ha sido mencionado brevemente en algunos programas de televisión como Reporte Semanal y La Ventana Indiscreta, así como en medios impresos como Perú 21, El Comercio, y revistas como Caretas, Etiqueta Negra y Línea de Fuego, además de algunos blogs personales. Su participación ha sido fundamental para esclarecer la autoría del hallazgo de las fosas comunes donde se encontraron los restos de nueve estudiantes y un profesor de la Universidad La Cantuta, en 1993. Este descubrimiento reveló los crímenes atroces cometidos por el denominado “Grupo Colina”, una maquinaria de exterminio creada por el Servicio de Inteligencia Nacional bajo la dirección de Vladimiro Montesinos y respaldada por el régimen de Alberto Fujimori.

Quiero dejar en claro que no es mi intención reabrir el debate sobre las causas de la violencia política en el Perú durante los años 80, ni cuestionar si las víctimas del caso Cantuta eran inocentes o no. Estos temas, sin duda, generan pasiones y controversias. Mi objetivo, desde una perspectiva profundamente humana, es llamar a la reflexión sobre la injusta, precaria y olvidada vida de Justo Arizapana.

Durante el conflicto armado interno en el Perú, que dejó más de 69,000 muertos y desaparecidos (según el Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, 2003), y provocó el desplazamiento de casi un millón de personas, muchos peruanos fueron víctimas del miedo, la represión y la desinformación. En este contexto de horror y silencio impuesto, Justo Arizapana, un reciclador de origen campesino, asumió el papel de testigo silencioso. Arriesgó su vida para alertar a la opinión pública sobre uno de los episodios más atroces del conflicto: las ejecuciones extrajudiciales en La Cantuta.

Paradójicamente, el Informe Final de la Comisión de la Verdad, aunque exhaustivo y profesional, no menciona su valiosa participación. Tras cumplir con su cometido, Arizapana desapareció de la escena pública. Cambió de identidad, se desplazó constantemente y vivió durante más de 16 años en la más absoluta precariedad, hasta que finalmente decidió contar su verdad.

A día de hoy, Arizapana no ha recibido ningún tipo de reconocimiento ni compensación por su valentía. Su vida transcurre en el olvido, la inseguridad, el abandono y la extrema pobreza.

Me pregunto: ¿quién de nosotros hubiera tenido el coraje de denunciar violaciones de derechos humanos y crímenes de Estado en aquellos años oscuros? La población vivía atrapada entre dos fuegos: por un lado, el Estado; por otro, los grupos subversivos. Por ello, la actitud de Justo Arizapana debe ser considerada un acto heroico. Solo alguien con conciencia social, amor por la justicia y un profundo sentido de humanidad se habría atrevido a dar ese paso. Si no hubiera sido él, es muy probable que este crimen hubiera permanecido enterrado en el olvido, como tantos otros que aún claman justicia.

El periodista Roberto Cortijo lo resume con crudeza: “¡Las fosas comunes son una herida abierta en el Perú!”. Y muchas de esas heridas quizá nunca sanarán.

Por todo ello, sostengo la necesidad urgente de que el Estado peruano reconozca formal y moralmente a Justo Arizapana Vicente, a quien le han negado la autoría del hallazgo, le han robado su seguridad y su paz, y cuya salud mental aún padece las secuelas de aquellos años. Ni el Estado, ni las ONG de derechos humanos, ni siquiera los familiares de las víctimas se han acercado a agradecerle.

Por eso, propongo:

1. Garantizar su derecho a la vida, identidad, integridad física, psíquica y moral, así como a su libre desarrollo y bienestar, conforme al artículo 2, inciso 1 de la Constitución Política del Perú y a los tratados internacionales de derechos humanos suscritos por el país.

2. Reconocer oficialmente a Justo Arizapana Vicente como héroe de la democracia y defensor de los derechos humanos, por sus servicios prestados a la nación.

Este reconocimiento no solo es justo y necesario, sino que revela una gran deuda ética del Estado. En el Perú aún no existe un marco legal que reconozca la autoría en el descubrimiento de crímenes de lesa humanidad. No está tipificado ni regulado, y probablemente sea un tema complejo y polémico, pero es urgente avanzar en esta dirección. Así se evitará que casos como el de Arizapana y otros héroes invisibles continúen marginados mientras otros se benefician de su coraje.

Finalmente, en esta era de modernización y tecnología, el Perú debe estar a la altura de los nuevos desafíos. No basta con proteger las invenciones y patentes económicas; también debemos proteger las autorías vinculadas a la defensa de los derechos humanos. La transformación digital y la expansión del conocimiento exigen una renovación de nuestras normas para proteger a quienes revelan verdades ocultas. Solo así podremos luchar eficazmente contra la informalidad, la piratería y el despojo de autorías en todos los ámbitos de la vida.

miércoles, 8 de julio de 2009

"ABENCIAMANIA" Y EXCLUSIÓN SOCIAL EN LA ERA DEL CONOCIMIENTO


Por Alfredo Chávez Olivera

En estos últimos días de julio, el país entero ha quedado paralizado ante el asesinato de la cantante folklórica Alicia Delgado. La magnitud de la cobertura mediática nacional solo puede compararse con el homicidio del empresario Luis Banchero Rossi, ocurrido en los años 70, o con el suicidio de la animadora Mónica Santa María, del recordado programa de televisión Nubeluz, en los años 90.

Este trágico suceso constituye un caso sui géneris para la prensa nacional y para la opinión pública peruana. Requiere, por tanto, un análisis exhaustivo que permita una mejor comprensión del fenómeno social y mediático que hoy nos mantiene absortos, pasmados y, en muchos casos, distraídos. Es un acontecimiento teñido de sangre, morbo y una suerte de placer masoquista colectivo, bautizado mediáticamente como la “Abenciamanía”.

Este caso es especialmente rico y complejo para su estudio desde diversas disciplinas: la antropología, la sociología, la psicología y el derecho, entre otras. Por mi parte, iniciaré un análisis preliminar basado en algunas percepciones y experiencias personales, con un enfoque centrado principalmente en la psicología social.

Desde sus orígenes, el papel de los medios masivos en el Perú —radio, televisión, prensa escrita y hasta el teatro— se limitaba a retratar las costumbres y estilos de vida de los sectores altos de la sociedad. Hasta los años 70, los contenidos relacionados con protestas populares, páginas policiales o el fútbol estaban asociados a los sectores pobres y excluidos, quienes eran sistemáticamente representados como “los malos de la película”. Así, en el cine y la televisión, los personajes secundarios o domésticos solían estar reservados para los “cholos”, mestizos y afrodescendientes. Paradójico, considerando que estos grupos constituyen, respectivamente, el 45 % y el 37 % de nuestra población: mayorías nacionales en un país plurinacional y multicultural.

Hoy esa realidad ha cambiado profundamente. Los sectores emergentes —capas medias-bajas, provincianos y migrantes— han tomado protagonismo. Sus estilos de vida, costumbres, tradiciones, éxitos empresariales, gastronomía y música se han puesto de moda. Las primeras planas, incluida la prensa digital, ahora dirigen su atención a estos nuevos protagonistas. Sin embargo, sus logros y fracasos son frecuentemente explotados por los grandes medios de comunicación no por un auténtico compromiso con la igualdad de oportunidades, sino porque la cultura de los sectores históricamente excluidos ha sido convertida en mercancía, en productos para el mercado. Cosificados, se ofrecen al mejor postor, sin importar el costo humano. El morbo, la sangre y el escándalo han desplazado a valores fundamentales como el respeto, la solidaridad, la compasión y el amor al prójimo. Así, la lógica del libre mercado ha invadido incluso el alma de nuestra cultura.

Nuestra burguesía y aristocracia nacional han vivido históricamente de espaldas al país real. Solo despertaron, brevemente, cuando miles de personas acompañaron entre lágrimas y cantos el féretro de Flor Pucarina en los años 70. Años después, en los 90, ocurrió otro impacto social con la muerte de Lorenzo Palacios Quispe, “Chacalón”, ícono de los sectores populares. Y más recientemente, el trágico accidente del grupo Néctar consolidó la cumbia peruana como el ritmo de masas emergentes. Estos momentos han simbolizado el ascenso de una nueva identidad popular, largamente marginada desde la colonia hasta la república, hoy en proceso de revaloración y recuperación.

A la par, la deshumanización contemporánea se ha acentuado. Las escasas oportunidades y la competencia desleal empujan a muchos a la exclusión, a la marginalidad y a una vida marcada por la alienación social, el arribismo y la psicopatía, consecuencias inevitables del modelo civilizatorio actual que llamamos globalización.

Para vivir con dignidad y tener éxito en este sistema, los individuos deben realizar esfuerzos descomunales, asumir conductas muchas veces inhumanas y perder el sentido de la solidaridad. Estas son las reglas del juego de la modernidad: un sinuoso camino de sacrificios, donde solo unos pocos coronan sus aspiraciones personales, a costa del resto. En este universo competitivo y unipolar, hasta tu propia sangre puede convertirse en tu enemigo. La “ley del más fuerte”, la astucia y la estrategia maquiavélica se imponen como forma de supervivencia.

No entraré a discutir si Alicia Delgado y la presunta autora intelectual de su asesinato, Abencia Meza, fueron o no buenas intérpretes de la música vernacular. Si su aporte fue genuino o solo se beneficiaron del arte popular, hoy en auge. Pero lo que sí puedo afirmar con seguridad es que ambas se convirtieron en símbolos de los peruanos marginados, en espejos de sus vidas, triunfos y fracasos. Para muchos, representaron una válvula de escape frente a una dolorosa realidad social. Hoy, lamentablemente, son manipuladas tanto por los medios como por el propio Estado.

¡Descansa en paz, Alicia Delgado! Tal vez algún día, quienes hoy lloran tu partida encontrarán caminos más justos para revalorar nuestro folklore frente al avance depredador de la globalización. Quizás, entonces, promuevan de forma responsable la práctica activa de la música del pueblo, enmarcada en políticas culturales locales y regionales, respetando nuestra identidad y diversidad. También, respetando tu opción sexual, que ingenuamente decidiste ocultar.

¡Descansa en paz, para gozo y gloria de los miles de excluidos!